Hace
sólo cuatro siglos, El código del samurai, un manual japonés para
jóvenes guerreros, iniciaba así sus consejos: "Un samurai debe ante todo
tener constantemente en mente, día y noche, desde la mañana de Año Nuevo,
cuando toma sus palillos para desayunar, hasta la noche del último día del año,
en que paga sus facturas, el hecho de que un día ha de morir. Esa es su
principal tarea... Pues la existencia es
tan impermanente como el rocío del atardecer y la escarcha de la mañana".
Afortunadamente esta sabiduría no está
perdida en todos sitios. Los que consideran la muerte como parte integrada de
un todo más amplio, no la rehúyen. En Samoa, se entierra a los parientes a la
puerta de la casa en medio del jardín, siempre hay flores y es algo armónico y
alegre; lo mismo hacen los cuáqueros; las tumbas no son algo tétrico sino que
están llenas de color y aroma, que recuerdan la vida y el cariño que no muere.
En México, se tiene una actitud más
festiva de la muerte, siendo los velorios ocasiones de grandes banquetes. Es
algo heredado de las culturas mesoamericanas, para las que siempre había una
esperanza de mejor vida en el más allá. Coatlique, a pesar de ser la diosa
azteca de la vida y de la tierra, portaba una máscara de la muerte; así
recordaba que muerte y vida son las caras de una misma moneda. El entierro de
una persona era distinto según había sido su muerte y no su vida. De ahí que
Octavio Paz haya podido escribir: "Dime cómo mueres y te diré quién
eres".
Los
budistas tibetanos, han llegado a una extrema sofisticación en sus estudios
sobre la muerte. El "Bardo Todhol" o "Libro tibetano
de los muertos", describe el complejo proceso que aboca, según sus
creencias, a un próximo renacimiento y da instrucciones detalladas de cómo
vivir la agonía. En su cosmogonía, la muerte puede ser el final de un largo
proceso de liberación, de ahí su preocupación por mantener un elevado nivel de
conciencia en los momentos finales de la vida.
No es sorprendente que los faraones
mandasen construir las pirámides. En ellas pensaban morar eternamente rodeados
de seguridad, lujo y todas sus posesiones. Pero sí es curioso que gobernantes
que profesaban un ateísmo militante momificasen a Lenin y a Mao y les
construyesen panteones gigantescos, ante los que desfilaron durante años
millones de personas. Tal vez pretendían reinventar la inmortalidad a través de
la memoria histórica, al igual que lo intenta la ciencia con sus células
clónicas o la crionización de cadáveres en hidrógeno líquido, a 96 grados bajo
cero.
Otro modo de exorcizar el miedo y el
dolor que sigue produciendo la muerte es convertir los funerales de algunos
personajes famosos en un espectáculo de masas. Su retransmisión por televisión
lo convierten en una especie de catarsis colectiva en la que se proyecta la
propia muerte en una muerte ajena compartida. Hace años, por ejemplo, la muerte
de Diana de Gales inundó la calle de flores y prensa y televisión nos dieron la
torrada con las manifestaciones de tristeza colectiva, como si se les hubiera
arrancado una pierna o un riñón.
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