viernes, 10 de mayo de 2013

La muerte, esa fiel compañera  (II)



Hace sólo cuatro siglos, El código del samurai, un manual japonés para jóvenes guerreros, iniciaba así sus consejos: "Un samurai debe ante todo tener constante­men­te en mente, día y noche, desde la mañana de Año Nuevo, cuando toma sus palillos para desayunar, hasta la noche del último día del año, en que paga sus facturas, el hecho de que un día ha de morir. Esa es su principal tarea...  Pues la existencia es tan impermanen­te como el rocío del atardecer y la escarcha de la maña­na".

         Afortunadamente esta sabiduría no está perdida en todos sitios. Los que consideran la muerte como parte integrada de un todo más amplio, no la rehúyen. En Samoa, se entierra a los parientes a la puerta de la casa en medio del jardín, siempre hay flores y es algo armónico y alegre; lo mismo hacen los cuáqueros; las tumbas no son algo tétrico sino que están llenas de color y aroma, que recuerdan la vida y el cariño que no muere.
         En México, se tiene una actitud más festiva de la muerte, siendo los velorios ocasiones de grandes banquetes. Es algo heredado de las culturas mesoamericanas, para las que siempre había una esperanza de mejor vida en el más allá. Coatlique, a pesar de ser la diosa azteca de la vida y de la tierra, portaba una máscara de la muerte; así recordaba que muerte y vida son las caras de una misma moneda. El entierro de una persona era distinto según había sido su muerte y no su vida. De ahí que Octavio Paz haya podido escribir: "Dime cómo mueres y te diré quién eres".
         Los budistas tibetanos, han llegado a una extrema sofistica­ción en sus estudios sobre la muerte. El "Bardo Todhol" o "Libro tibetano de los muertos", describe el complejo proceso que aboca, según sus creencias, a un próximo renacimien­to y da instrucciones detalladas de cómo vivir la agonía. En su cosmogonía, la muerte puede ser el final de un largo proceso de liberación, de ahí su preocupación por mantener un elevado nivel de conciencia en los momentos finales de la vida.
         No es sorprendente que los faraones mandasen construir las pirámides. En ellas pensaban morar eternamente rodeados de seguridad, lujo y todas sus posesiones. Pero sí es curioso que gobernantes que profesaban un ateísmo militante momificasen a Lenin y a Mao y les construyesen panteones gigantescos, ante los que desfilaron durante años millones de personas. Tal vez pretendían reinventar la inmortalidad a través de la memoria histórica, al igual que lo intenta la ciencia con sus células clónicas o la crionización de cadáveres en hidrógeno líquido, a 96 grados bajo cero.
         Otro modo de exorcizar el miedo y el dolor que sigue produciendo la muerte es convertir los funerales de algunos personajes famosos en un espectácu­lo de masas. Su retransmisión por televisión lo convierten en una especie de catarsis colectiva en la que se proyecta la propia muerte en una muerte ajena compartida. Hace años, por ejemplo, la muerte de Diana de Gales inundó la calle de flores y prensa y televisión nos dieron la torrada con las manifestaciones de tristeza colectiva, como si se les hubiera arrancado una pierna o un riñón.

Continúa  en el siguiente post.
 

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