viernes, 10 de mayo de 2013



 

La muerte, esa fiel compañera ( y III)

  
   Con independencia de la creencia o no en otra vida, personas que llevan años trabajando con enfermos terminales, como Elisabeth Kübler Ross, y expertos en experiencias cercanas a la muerte, como Stephan Levin o Raymond Moody, afirman que la muerte puede dejar de ser algo terrible y convertirse en un "luminoso amanecer", en un hecho esencialmente transformador.
En  algunos países se extienden por ello los cursos de preparación para la muerte.     
         En esta nueva corriente de redescubrir la verdadera dimensión de la muerte se integran el movimiento de "retorno a la naturale­za". Ya existen Ayuntamientos, como los de Carlisle y Brighton en California, que preparan reservas naturales para reemplazar los cemente­rios tradiciona­les. Las lápidas son sustituidas por robles. Se crean así bosques con un doble carácter sagrado, por el que se puede pasear recordando a los seres queridos, pero rodeados de vida vegetal y animal. En un mundo cada vez más pequeño parece ésta una opción más razonable que seguir "lapidando" tierras cultivable­s, y más ecológico que la cremación, por el despilfarro de madera que ésta conlleva: sólo en el Reino Unido se queman al año más de 400.000 ataúdes.
         Cuando se puede mirar la muerte a la cara y hablar de ella, ésta se convierte en una fiel compañera que nos ayuda a vivir de otro modo. Pierden entonces importancia conflictos y congojas y podemos tomar distancia de rencillas y deseos. Cuando tenemos presente la muerte cada día, cobra otro sentido el "buenos días" cotidiano; nos parece más intensa la fragancia de una rosa y saboreamos con más placer un simple tomate. Si somos conscientes de que cada puesta de sol puede ser la última, adquiere otro brillo su belleza. Es entonces cuando las caricias se llenan de calidez y el amor renueva su pasión.
         Por esto decía Shri Aurobindo, uno de los más respetados y respetables maestros contémporáneos:
"El nacimiento es el primer misterio espiritual del universo físi­co; la muerte es el segundo que confiere su doble carácter desconcertante al misterio del nacimiento, ya que la vida, que de otro modo sería un hecho existencial evidente en sí mismo, se convierte en misterio en virtud de estos dos que parecen ser su principio y su fin [...] como etapas intermedias de un oculto proceso vital".  (Sri Aurobindo: “La Vida Divina”).                                  
                  Si contemplamos la naturaleza, caen las hojas en otoño y se convierten durante el invierno en el fértil humus que habrá de alimentar las flores de primave­ra; se transforman éstas en los abundantes frutos del verano, cuyas semillas enterradas vuelven una y otra vez a recomenzar todo el ciclo. Que la vida se alimenta de muerte y la muerte de vida es fácil de comprender. Mucho más fácil de sentir, cuando se cultiva un huerto o un jardín, como lo han sentido siempre los labradores de manera natural. Es totalmente obvio cuando observamos la cadena biológica, desde los microorga­nismos hasta los mamíferos, y comprobamos la dependencia que tienen unas especies de otras para sobrevivir.
         Este "oculto proceso vital" se repite en todos los planos de nuestra existencia y en todos los niveles: histórico, psicológi­co, cotidiano, político...
         Cada vez que inspiramos, tenemos que volver a exhalar. Vaciar para llenar, expirar para inhalar, soltar sin retener. La simple respiración es un buen ejemplo del cambio continuo, de la transitoriedad de todo fenómeno, de lo que los budistas llaman anica; su observación constituye una de las técnicas más sencillas y eficaces de meditación: el anapana dentro del método vipasana (observación de las sensaciones corporales). Metafórica­mente serían como las pequeñas muertes que nos recuerdan a cada instante la Gran Muerte. Igualmente, la caída de los pelos o de las muelas, la renovación de las células de nuestra piel, a nivel físico, o la pérdida de un objeto o de un ser querido, a nivel psicológico, son otros tantos recordatorios de nuestra propia impermanencia.
         Grandes civilizaciones han desaparecido para dar paso a las siguientes; los sistemas y las ideologías políticas mueren para renacer en otros nuevos. La Historia está llena de dinastías y reinos que desaparecieron legándonos huellas que se van borrando con el paso de los siglos.
         Vivimos rodeados de muertes ajenas, que sólo suelen afectarnos cuando la desaparición física corresponde a una persona cercana. En los demás casos, se convierten en sucesos o en grandes cifras que nos son difíciles de asumir. Su repetición y su propia magnitud hacen que sólo entren en nuestra conciencia como meros bits informativos: Esas muertes no las vivimos como la de seres individua­les que desaparecen, como tampoco las muertes de los 40.000 niños que mueren ¡de hambre cada día! en pleno siglo XX. Y es que la conciencia transpersonal, la conciencia de que somos partes de un gran cuerpo colectivo que se llama Humanidad, todavía no nos ha calado corporalmen­te. Tal vez nuestro cuerpo individual no está todavía preparado para asumir el dolor y el choque físico que esta toma de conciencia podrían producir.
         Cuanto más queremos olvidar el hecho de nuestra propia muerte, más nos rodea por todas partes la muerte ajena. Como si Ella quisiera recordarnos que no se separa de nosotros ni un instante, hasta el momento en que nos lleva cuando nos llega la hora. No sirve de nada rodear los cemente­rios de altas tapias, alejarlos de la ciudad, recluir a los moribundos en asépticos hospitales y a los ancianos en residen­cias para la tercera edad. Si insistimos en olvidarla, ahí están nuestras propias enfermeda­des y pequeños accidentes, nuestros abatimientos y depresiones  como pequeñas muertes psicológicas. 
         Esa entrañable compañera nos ayuda, cuando la tenemos presente cada día, a ver y a vivir las cosas de otro modo. Pierden entonces importancia conflictos y congojas; tomamos distancia de rencillas y afanes. Se intensifi­ca el olor de una rosa, el sabor de un tomate, la belleza de un amanecer, la sensación de una caricia, la pasión de un amor... Para que la tengamos siempre presente, nos proporciona numerosas oportunida­des de recordarla: la despedida de un amigo, el final de un viaje o de un libro, el término de un amor, la partida de "las oscuras golondrinas" en otoño, cada puesta de sol al atardecer... Y lo hace dándonos la posibilidad del éxtasis en cada ocasión, pues puede haber tanto placer en el llegar como en el partir, en el alba como en el anochecer, en iniciar la tarea como en terminar­la, en despertarse cada mañana como en dormirse al final de una jornada completa.
         Y las relaciones cambian con el tiempo. A veces sus circunstancias y horizontes, sus horizontes nos alejan a nuestro pesar.
         Vivir la vida intensamente, llenando cada instante de su propio destino, nos ayuda a preocuparnos más del aquí y ahora y menos del allí y entonces  pues ¿qué le importa a la crisálida el color que tendrán las alas de la mariposa que salga del capullo de seda que le cobijó durante unos días?

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