La muerte, esa fiel compañera ( y III)
Con
independencia de la creencia o no en otra vida, personas que llevan años
trabajando con enfermos terminales, como Elisabeth Kübler Ross, y expertos en
experiencias cercanas a la muerte, como Stephan Levin o Raymond Moody, afirman
que la muerte puede dejar de ser algo terrible y convertirse en un
"luminoso amanecer", en un hecho esencialmente transformador.
En algunos países se extienden por ello los
cursos de preparación para la muerte.
En esta nueva corriente de redescubrir
la verdadera dimensión de la muerte se integran el movimiento de "retorno
a la naturaleza". Ya existen Ayuntamientos, como los de Carlisle y
Brighton en California, que preparan reservas naturales para reemplazar los
cementerios tradicionales. Las lápidas son sustituidas por robles. Se crean
así bosques con un doble carácter sagrado, por el que se puede pasear
recordando a los seres queridos, pero rodeados de vida vegetal y animal. En un
mundo cada vez más pequeño parece ésta una opción más razonable que seguir
"lapidando" tierras cultivables, y más ecológico que la cremación,
por el despilfarro de madera que ésta conlleva: sólo en el Reino Unido se
queman al año más de 400.000 ataúdes.
Cuando se puede mirar la muerte a la
cara y hablar de ella, ésta se convierte en una fiel compañera que nos ayuda a
vivir de otro modo. Pierden entonces importancia conflictos y congojas y
podemos tomar distancia de rencillas y deseos. Cuando tenemos presente la
muerte cada día, cobra otro sentido el "buenos días" cotidiano; nos
parece más intensa la fragancia de una rosa y saboreamos con más placer un
simple tomate. Si somos conscientes de que cada puesta de sol puede ser la
última, adquiere otro brillo su belleza. Es entonces cuando las caricias se
llenan de calidez y el amor renueva su pasión.
Por esto decía Shri Aurobindo, uno de
los más respetados y respetables maestros contémporáneos:
"El nacimiento es el
primer misterio espiritual del universo físico; la muerte es el segundo que
confiere su doble carácter desconcertante al misterio del nacimiento, ya que la
vida, que de otro modo sería un hecho existencial evidente en sí mismo, se
convierte en misterio en virtud de estos dos que parecen ser su principio y su
fin [...] como etapas intermedias de un oculto proceso vital". (Sri Aurobindo: “La
Vida Divina”).
Si
contemplamos la naturaleza, caen las hojas en otoño y se convierten durante el
invierno en el fértil humus que habrá de alimentar las flores de primavera; se
transforman éstas en los abundantes frutos del verano, cuyas semillas
enterradas vuelven una y otra vez a recomenzar todo el ciclo. Que la vida se
alimenta de muerte y la muerte de vida es fácil de comprender. Mucho más fácil
de sentir, cuando se cultiva un huerto o un jardín, como lo han sentido siempre
los labradores de manera natural. Es totalmente obvio cuando observamos la
cadena biológica, desde los microorganismos hasta los mamíferos, y comprobamos
la dependencia que tienen unas especies de otras para sobrevivir.
Este "oculto proceso vital" se repite en todos los
planos de nuestra existencia y en todos los niveles: histórico, psicológico,
cotidiano, político...
Cada vez que inspiramos, tenemos que volver a exhalar.
Vaciar para llenar, expirar para inhalar, soltar sin retener. La simple
respiración es un buen ejemplo del cambio continuo, de la transitoriedad de
todo fenómeno, de lo que los budistas llaman anica; su observación
constituye una de las técnicas más sencillas y eficaces de meditación: el anapana
dentro del método vipasana (observación de las sensaciones corporales).
Metafóricamente serían como las pequeñas muertes que nos recuerdan a
cada instante la Gran Muerte. Igualmente, la caída de los pelos o de las
muelas, la renovación de las células de nuestra piel, a nivel físico, o la
pérdida de un objeto o de un ser querido, a nivel psicológico, son otros tantos
recordatorios de nuestra propia impermanencia.
Grandes civilizaciones han desaparecido para dar paso a las
siguientes; los sistemas y las ideologías políticas mueren para renacer en
otros nuevos. La Historia está llena de dinastías y reinos que desaparecieron
legándonos huellas que se van borrando con el paso de los siglos.
Vivimos rodeados de muertes ajenas, que sólo suelen
afectarnos cuando la desaparición física corresponde a una persona cercana. En
los demás casos, se convierten en sucesos o en grandes cifras que nos son
difíciles de asumir. Su repetición y su propia magnitud hacen que sólo entren
en nuestra conciencia como meros bits informativos: Esas muertes no las
vivimos como la de seres individuales que desaparecen, como tampoco las
muertes de los 40.000 niños que mueren ¡de hambre cada día! en pleno siglo XX.
Y es que la conciencia transpersonal, la conciencia de que somos partes de un
gran cuerpo colectivo que se llama Humanidad, todavía no nos ha calado
corporalmente. Tal vez nuestro cuerpo individual no está todavía preparado
para asumir el dolor y el choque físico que esta toma de conciencia podrían
producir.
Cuanto más queremos olvidar el hecho de nuestra propia
muerte, más nos rodea por todas partes la muerte ajena. Como si Ella quisiera
recordarnos que no se separa de nosotros ni un instante, hasta el momento en
que nos lleva cuando nos llega la hora. No sirve de nada rodear los cementerios
de altas tapias, alejarlos de la ciudad, recluir a los moribundos en asépticos
hospitales y a los ancianos en residencias para la tercera edad. Si insistimos
en olvidarla, ahí están nuestras propias enfermedades y pequeños accidentes,
nuestros abatimientos y depresiones como
pequeñas muertes psicológicas.
Esa entrañable compañera nos ayuda, cuando la tenemos
presente cada día, a ver y a vivir las cosas de otro modo. Pierden entonces
importancia conflictos y congojas; tomamos distancia de rencillas y afanes. Se
intensifica el olor de una rosa, el sabor de un tomate, la belleza de un
amanecer, la sensación de una caricia, la pasión de un amor... Para que la
tengamos siempre presente, nos proporciona numerosas oportunidades de
recordarla: la despedida de un amigo, el final de un viaje o de un libro, el
término de un amor, la partida de "las oscuras golondrinas" en otoño,
cada puesta de sol al atardecer... Y lo hace dándonos la posibilidad del
éxtasis en cada ocasión, pues puede haber tanto placer en el llegar como en el
partir, en el alba como en el anochecer, en iniciar la tarea como en terminarla,
en despertarse cada mañana como en dormirse al final de una jornada completa.
Y las relaciones cambian con el tiempo. A veces sus
circunstancias y horizontes, sus horizontes nos alejan a nuestro pesar.
Vivir la vida intensamente, llenando cada instante de su
propio destino, nos ayuda a preocuparnos más del aquí y ahora y menos
del allí y entonces pues ¿qué le
importa a la crisálida el color que tendrán las alas de la mariposa que salga
del capullo de seda que le cobijó durante unos días?
No hay comentarios:
Publicar un comentario