miércoles, 6 de febrero de 2013




EL TESORO MASCULINO (II)


El verdadero tesoro masculino escondido es hoy día la auténtica fuerza masculina. No la fuerza bruta, el machismo, la violencia de género, los gestos competitivos de los deportistas ni las caras enfadadas, casi agresivas, de muchos de los modelos obligados a posar con un caparazón de dureza. Me refiero a la fuerza de poder mantener el propio propósito, de persistir en el destino trazado, de sostener las mareas emocionales de la contraparte femenina, sin miedo, ira, ausencia, silencios hostiles ni huídas.
En la década de los ochenta, Robert Bly lideró en Estados Unidos un movimiento para que los hombres recuperasen su fuerza masculina. Reflejo de sus experiencias publicó en 1990 su ya clásico “Iron John”  o Juan de Hierro, basado en una leyenda ancestral recogida por los hermanos Grim. En España se publicó con el subtítulo “La primera respuesta no machista al feminismo”  (Plaza y Janés, Barcelona, 1990). Ha llovido mucho desde entonces, y el movimiento de hombres conscientes ha progresado mucho y derivado en orientaciones distintas. Sin embargo, muchos de los razonamientos y motivaciones de este reconocido poeta y escritor siguen vigentes. Sobre todo en España, que parece ir con dos décadas de retraso en todo lo que se refiere a desarrollo personal y apertura a nuevos paradigmas.
En la introducción de Iron John, se resume el cambio de patrón del hombre norteamericano: el austero granjero religioso del siglo XVII junto al extrovertido caballero del sur criado en el matriarcado; sus sucesores fueron los codiciosos empresarios del Noroeste y los temerarios colonos incultos del Oeste. En los años cincuenta fueron sustituidos por el americano medio, trabajador responsable, proveedor de la familia, apreciador del cuerpo de la mujer, “pero no de su alma”. Agresivo, optimista, incapaz de llorar, germen de la Guerra del Vietnam. En los 60 aparecen los varones “suaves” que tienen en cuenta la historia y sensibilidad de las mujeres, se niegan a ir a la guerra y prestan atención a su lado “femenino”.
Pero la sensibilidad, la reflexión y la ternura de los nuevos hombres que cultivan su conciencia femenina, que contentan a su madre y a su pareja, no los ha hecho más felices. Según Bly, “preservan la vida, pero no la generan…y a menudo se ven acompañados por mujeres fuertes que irradian energía” y yo añadiría, que los anulan, o mejor, que se dejan anular, apabullados y deslumbrados. Y esta receptividad preferida por muchas mujeres modernas no ha sido suficiente en la mayoría de las ocasiones para evitar las crisis de pareja o para resolverlas, una vez desencadenadas. Sino todo lo contrario. Recuerdo a una ex consultante inteligente universitaria, joven y guapa, que había dejado a un novio igualmente joven, apuesto, con una carrera brillante, totalmente enamorado, “porque comía de mi mano como un pajarito, y eso ya me aburre”.
A mi alrededor encuentro continuamente hombres clásicos que han asumido sin darse cuenta el clásico patrón masculino: tienen que resolverse los problemas solos, no contarlos, no pedir ayuda, han de mostrarse emocionalmente fríos, silenciosos, han de resolver los problemas de su madre y de sus parejas, no aguantan verlas llorar, ni gritar y se violentan o hacen mutis por el foro. Y cuando se enamoran, “beben los aires de la enamorada” y, a veces, se ponen celosos –por inseguridad-, pesados y controladores.
Sin embargo, la mayoría de los que acuden a cursos y talleres, emprenden un proceso terapéutico o de desarrollo personal, se hacen ecologistas o integran el voluntariado de numerosas ONGs, suelen ser hombres sensibles, suaves, dominados por su madre y/o por su pareja, con miedo al conflicto, a las broncas, al desacuerdo, al abandono…
De más de un centenar de hombres de mi entorno profesional del pasado y actual podría simplificar estableciendo categorías comunes:
1)    Hombres que fueron abandonados por su padre en la temprana infancia o huérfanos de padre antes o durante la adolescencia, junto con hombres cuyo padre estaba ausente por trabajo o trabajo y ocio. No tuvieron un modelo masculino cercano y se criaron con la madre.
2)    Hombres cuyo padre era bebedor o maltratador y tomaron rápidamente partido por la madre, como protector, confidente, marido sustituto o/y usurpador del puesto del padre.
3)    Hombres con padres más o menos sometidos al mando y dominio de la esposa y cuyo modelo fue “mi madre lleva los pantalones en casa”.
4)    Hombres con padres tradicionales cuyo complejo edípico les hace continuar compitiendo con él para tener una mejor profesión, más dinero, una pareja más aceptable socialmente.  Y, sobre todo, que aspiran a construir un hogar mejorado en comparación con el padre.
En cualquiera de los casos, y con matices de comportamiento que nos llevaría mucho más tiempo y extensión exponer, coinciden en intentar evitar el conflicto, ser buenos y correctos, no expresar su ira, o expresarla de uvas a brevas cuando la gota ha colmado el vaso.
La consecuencia evidente cuando empiezan la vida de pareja e intentan construir una nueva vida, un nuevo hogar, una nueva familia, es que no están disponibles totalmente para su novia, amante, compañera o esposa, porque siguen pendientes de la madre, en el caso en que esté viva, o transfieren a la pareja el papel de madre: que tome decisiones, haga todas o parte de las tareas domésticas, no se derrumbe, no llore, sostenga sus debilidades, miedos e incertidumbres y, sobre todo, que no se enfade y les abandone.
Tienen escondida la llave del tesoro de su fuerza masculina, del “hombre primitivo”, que no salvaje, es decir, instintivo y vital y no solo mental y emocional, bajo la almohada de mamá. Pero no lo saben. Y lo mismo que es difícil ponerle el cascabel al gato, hay que pagar un precio por recuperar la llave: poner límites, distanciarse de la madre sin dejar de quererla, afrontar los desacuerdos y las broncas, saber transigir en lo accesorio y mantenerse en lo fundamental, establecer líneas rojas y mantenerlas, no traicionarse, sostener los sunamis emocionales de la contraparte femenina. Y esto vale igualmente para relaciones heterosexuales como homosexuales. Cualquier pareja requiere polaridad masculina y femenina, incluso cuando no es algo permanente sino que se alterna y juega según las etapas y las circunstancias del momento.
A pesar de que las mujeres han sufrido desde la instalación del patriarcado hace varios milenios la parte peor de la historia, los hombres actuales se encuentran con una doble dificultad. La tradicional de demostrar que son hombres (la mujer no tiene que demostrarlo) y la de los tiempos que corren en el que los papeles tradicionales han cambiado vertiginosamente (las mujeres proveen tras acceder a profesiones independientes, ganando en ocasiones más que su pareja y, sobre todo, al tener control sobre su sexualidad: cuándo quieren o no tener hijos).
La primera figura de referencia para todo ser humano es una mujer: la madre. Es lo que Stoller llama la “protofemeneidad”, un modelo de identificación primaria. Previamente, como diría Badinter, “en cierto modo el varón es una mujer con un plus” (los genes XX de la hembra, más el cromosoma Y). Así que, culturalmente, los varones se han definido tradicionalmente por no ser niños, ni mujeres ni homosexuales. Según Freud, frente a la “envidia del pene” de las mujeres se encontraría “la lucha de los hombres contra su actitud pasiva o femenina frente a los otros hombres”, lo que algunos psicoanalistas interpretan: envidia femenina frente a pavor masculino (el miedo a la castración). En nuestra sociedad sería la necesidad de penetrar, ser hiperactivos y solucionadores de problemas y desplegar el máximo de masa muscular o manifestaciones de testosterona. Traducido a evidencias sociales actuales sería: eficiencia medida en rendimiento productivo, logros laborales, económicos, deportivos o bélicos. Todo ello pendiente y dependiente de la mirada ajena, de la evaluación correspondiente. Yo lo llamaría “heteroestima” frente auténtica “autoestima”.

(Continúa en el post siguiente) 

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