EL TESORO MASCULINO (II)
El verdadero
tesoro masculino escondido es hoy día la auténtica fuerza masculina. No la
fuerza bruta, el machismo, la violencia de género, los gestos competitivos de
los deportistas ni las caras enfadadas, casi agresivas, de muchos de los
modelos obligados a posar con un caparazón de dureza. Me refiero a la fuerza de
poder mantener el propio propósito, de persistir en el destino trazado, de
sostener las mareas emocionales de la contraparte femenina, sin miedo, ira,
ausencia, silencios hostiles ni huídas.
En la década de
los ochenta, Robert Bly lideró en Estados Unidos un movimiento para que los
hombres recuperasen su fuerza masculina. Reflejo de sus experiencias publicó en
1990 su ya clásico “Iron John” o Juan de Hierro, basado en una leyenda
ancestral recogida por los hermanos Grim. En España se publicó con el subtítulo
“La primera respuesta no machista al
feminismo” (Plaza y Janés,
Barcelona, 1990). Ha llovido mucho desde entonces, y el movimiento de hombres
conscientes ha progresado mucho y derivado en orientaciones distintas. Sin
embargo, muchos de los razonamientos y motivaciones de este reconocido poeta y
escritor siguen vigentes. Sobre todo en España, que parece ir con dos décadas
de retraso en todo lo que se refiere a desarrollo personal y apertura a nuevos
paradigmas.
En la introducción
de Iron John, se resume el cambio de
patrón del hombre norteamericano: el austero granjero religioso del siglo XVII
junto al extrovertido caballero del sur criado en el matriarcado; sus sucesores
fueron los codiciosos empresarios del Noroeste y los temerarios colonos
incultos del Oeste. En los años cincuenta fueron sustituidos por el americano
medio, trabajador responsable, proveedor de la familia, apreciador del cuerpo
de la mujer, “pero no de su alma”. Agresivo, optimista, incapaz de llorar,
germen de la Guerra del Vietnam. En los 60 aparecen los varones “suaves” que
tienen en cuenta la historia y sensibilidad de las mujeres, se niegan a ir a la
guerra y prestan atención a su lado “femenino”.
Pero la
sensibilidad, la reflexión y la ternura de los nuevos hombres que cultivan su
conciencia femenina, que contentan a su madre y a su pareja, no los ha hecho
más felices. Según Bly, “preservan la
vida, pero no la generan…y a menudo se ven acompañados por mujeres fuertes que
irradian energía” y yo añadiría, que los anulan, o mejor, que se dejan
anular, apabullados y deslumbrados. Y esta receptividad preferida por muchas
mujeres modernas no ha sido suficiente en la mayoría de las ocasiones para
evitar las crisis de pareja o para resolverlas, una vez desencadenadas. Sino
todo lo contrario. Recuerdo a una ex consultante inteligente universitaria,
joven y guapa, que había dejado a un novio igualmente joven, apuesto, con una
carrera brillante, totalmente enamorado, “porque comía de mi mano como un
pajarito, y eso ya me aburre”.
A mi alrededor
encuentro continuamente hombres clásicos que han asumido sin darse cuenta el
clásico patrón masculino: tienen que resolverse los problemas solos, no
contarlos, no pedir ayuda, han de mostrarse emocionalmente fríos, silenciosos,
han de resolver los problemas de su madre y de sus parejas, no aguantan verlas
llorar, ni gritar y se violentan o hacen mutis por el foro. Y cuando se enamoran,
“beben los aires de la enamorada” y, a veces, se ponen celosos –por
inseguridad-, pesados y controladores.
Sin embargo, la
mayoría de los que acuden a cursos y talleres, emprenden un proceso terapéutico
o de desarrollo personal, se hacen ecologistas o integran el voluntariado de
numerosas ONGs, suelen ser hombres sensibles, suaves, dominados por su madre
y/o por su pareja, con miedo al conflicto, a las broncas, al desacuerdo, al
abandono…
De más de un
centenar de hombres de mi entorno profesional del pasado y actual podría
simplificar estableciendo categorías comunes:
1)
Hombres que fueron abandonados por su
padre en la temprana infancia o huérfanos de padre antes o durante la
adolescencia, junto con hombres cuyo padre estaba ausente por trabajo o trabajo
y ocio. No tuvieron un modelo masculino cercano y se criaron con la madre.
2)
Hombres cuyo padre era bebedor o
maltratador y tomaron rápidamente partido por la madre, como protector,
confidente, marido sustituto o/y usurpador del puesto del padre.
3)
Hombres con padres más o menos sometidos
al mando y dominio de la esposa y cuyo modelo fue “mi madre lleva los
pantalones en casa”.
4)
Hombres con padres tradicionales cuyo
complejo edípico les hace continuar compitiendo con él para tener una mejor
profesión, más dinero, una pareja más aceptable socialmente. Y, sobre todo, que aspiran a construir un
hogar mejorado en comparación con el padre.
En
cualquiera de los casos, y con matices de comportamiento que nos llevaría mucho
más tiempo y extensión exponer, coinciden en intentar evitar el conflicto, ser
buenos y correctos, no expresar su ira, o expresarla de uvas a brevas cuando la
gota ha colmado el vaso.
La
consecuencia evidente cuando empiezan la vida de pareja e intentan construir
una nueva vida, un nuevo hogar, una nueva familia, es que no están disponibles
totalmente para su novia, amante, compañera o esposa, porque siguen pendientes
de la madre, en el caso en que esté viva, o transfieren a la pareja el papel de
madre: que tome decisiones, haga todas o parte de las tareas domésticas, no se
derrumbe, no llore, sostenga sus debilidades, miedos e incertidumbres y, sobre
todo, que no se enfade y les abandone.
Tienen
escondida la llave del tesoro de su fuerza masculina, del “hombre primitivo”,
que no salvaje, es decir, instintivo y vital y no solo mental y emocional, bajo
la almohada de mamá. Pero no lo saben. Y lo mismo que es difícil ponerle el
cascabel al gato, hay que pagar un precio por recuperar la llave: poner
límites, distanciarse de la madre sin dejar de quererla, afrontar los
desacuerdos y las broncas, saber transigir en lo accesorio y mantenerse en lo
fundamental, establecer líneas rojas y mantenerlas, no traicionarse, sostener
los sunamis emocionales de la contraparte femenina. Y esto vale igualmente para
relaciones heterosexuales como homosexuales. Cualquier pareja requiere
polaridad masculina y femenina, incluso cuando no es algo permanente sino que
se alterna y juega según las etapas y las circunstancias del momento.
A
pesar de que las mujeres han sufrido desde la instalación del patriarcado hace
varios milenios la parte peor de la historia, los hombres actuales se
encuentran con una doble dificultad. La tradicional de demostrar que son
hombres (la mujer no tiene que demostrarlo) y la de los tiempos que corren en
el que los papeles tradicionales han cambiado vertiginosamente (las mujeres
proveen tras acceder a profesiones independientes, ganando en ocasiones más que
su pareja y, sobre todo, al tener control sobre su sexualidad: cuándo quieren o
no tener hijos).
La
primera figura de referencia para todo ser humano es una mujer: la madre. Es lo
que Stoller llama la “protofemeneidad”, un modelo de identificación primaria.
Previamente, como diría Badinter, “en cierto modo el varón es una mujer con un
plus” (los genes XX de la hembra, más el cromosoma Y). Así que, culturalmente,
los varones se han definido tradicionalmente por no ser niños, ni mujeres ni
homosexuales. Según Freud, frente a la “envidia del pene” de las mujeres se
encontraría “la lucha de los hombres contra su actitud pasiva o femenina frente
a los otros hombres”, lo que algunos psicoanalistas interpretan: envidia
femenina frente a pavor masculino (el miedo a la castración). En nuestra
sociedad sería la necesidad de penetrar, ser hiperactivos y solucionadores de
problemas y desplegar el máximo de masa muscular o manifestaciones de
testosterona. Traducido a evidencias sociales actuales sería: eficiencia medida
en rendimiento productivo, logros laborales, económicos, deportivos o bélicos.
Todo ello pendiente y dependiente de la mirada ajena, de la evaluación
correspondiente. Yo lo llamaría “heteroestima” frente auténtica “autoestima”.
(Continúa en el post siguiente)
(Continúa en el post siguiente)
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